Destrucción y búsqueda de la ciudad sagrada de
«¿Quién
vive?», dicen que canturreaba El Destructor, lijándose las manos, al distinguir
las puntas de los primeros templos. Su voz seguramente resonaría como una larga
caída o el presagio de un golpe más fuerte (los testimonios de los supervivientes
solían insistir en ese tipo de metáforas suspendidas). A principios del próximo verano se calcula que podremos ver al fin su paso por el planeta Sagan:
un punto blanco de repente convertido en una mancha negra rajada de pavesas. La
luz, después de todo, viaja más despacio que la muerte… Todavía hallan a veces pintadas
con su epíteto, «el que pisa las estrellas», en los cimientos más profundos de
las grandes construcciones, como las fábricas de helio o este observatorio.
Menos
se sabe de la que fue su última y ansiada parada. Ni siquiera está claro si se
trataba realmente de un lugar de peregrinación. En un archivo remoto me topé,
sin embargo, con lo que quedaba de un volumen titulado solo con el nombre de la
ciudad. Registré el último párrafo en mi dispositivo. Con el paso del
tiempo he llegado a memorizarlo. Habla de la llegada de El Destructor. «Vastas
dunas», decía, «de indecibles geometrías, había abollado para
provocar ahora algún crujido, unos pies amordazándose o el sollozo de ese habitante
eterno, siempre encerrado en la alacena. Por primera vez no
hubo respuesta. Tampoco puerta o coraza dispuesta a negarle cualquier secreto.
El camino hasta las últimas barriadas estaba libre, solo, para vagar visible
desde el centro a las altísimas almenas. Como si Él ya no fuera atroz o como si
su sombra, acaso sin quererlo –son tiempos oscuros–, se hubiera adelantado silenciosamente
a sus propósitos. La esférica muralla ni siquiera estaba en ruinas. Lo que hubiera
asolado la ciudad -¿sería posible la existencia de otro Destructor?- esperaba dentro.
Barramos entonces sus huellas».
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